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Derrames

(De Catastros y Juicios)



Se le antoja al títere un coma profundo.
El espejo le gira y se esparce como bomba de racimo
y la sonrisa se empotra en su cama de luciérnagas.

En la cama del grito, el títere ladra, aúlla un trozo de pan sobre la tierra, un capricho de semilla para que el fruto ascienda al carruaje de los tulipanes, marche al verano de Neptuno, al verano de los espejos, a los brazos del salón que se arrojan como perlas ardientes, incrustadas en los tímpanos, en la cabeza del extraño que lee y besa tiempo con pestañas.

Se le antoja al títere un mantel de sueños,
le sonroja la oscuridad,
rellena el humo que se desploma en la ventana, lo arroja a la puerta, canta en su formato blanco el zafiro del nocturno, la ceremonia del anillo sobre una mesa que florece. Desinfecta con nieve la tubería por donde se cuela una semilla. Sigue, pues, al glaciar aposentado entre sus dedos.

Se le antoja títere brotes tiernos de una demencia
que germina por la boca,
los dientes de la locura,
el filo de una boca que discurre sangre
y posa una promesa de espinas en la muerte,
su plato frío, una porción de lenguas para disparar granadas
de polen en el rostro.
Se le antoja al títere una serpiente que se anuda en la cuchilla,
quiere apagar el filo en el costado de su ingle,
su antojo se abre,
el abrigo de una mujer se estrella en las manos del aliento,
se estrella de nudos, y árboles le nacen de su espejo imaginario, extenso como la tundra de una espalda que no cabe en la memoria.

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